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El cuento del repollo - Gloria Helena Rey

30/04/2024 00:00




­El cuento del repollo

- En homenaje a todas las indígenas latinoamericanas, Basado en una historia real -

Por Gloria Helena Rey **

El aroma del plátano verde, la yuca, el cilantro y la cebolla hirviendo en esa olla de barro me transportó a la infancia. Visualicé las viejas y arrugadas
manos de Lolita cocinando sobre la gran estufa de carbón de mis abuelos y, el recuerdo dibujó en mi mente su figura de geisha, con su gruesa y larga trenza negra que le llegaba a la cintura; sus vestidos de colores fuertes que iban hasta su media pierna, dos centímetros arriba del "follado", un faldón de lana de colores.

También recordé sus enormes pies resecos, enfundados en un par de alpargatas, que parecían mucho más pequeñas porque las suelas se
"esfumaban" debajo de sus plantas.

Cuando conocí a Lolita yo tenía cuatro o cinco años y hasta los 35 creí saber todo sobre ella pues su historia nos la contaron muchas veces: Pastora, mi abuela materna se casó a los 14 años con un aguerrido joven del Partido Liberal un 28 de junio de 1914, un mes antes de que estallara la Primera Guerra Mundial y cuando aún hedían los 100.000 muertos de la Guerra de los Mil Días, el conflicto civil entre los liberales y conservadores, registrado en Colombia entre el 17 de octubre de 1889 y el 21 de noviembre de 1902.

Esa guerra, que fue la novena de las 8 registradas en Colombia en el siglo XIX, se cocinó en el odio, la ira y la intolerancia y se adobó con la sangre de miles de compatriotas, que heredaron a los suyos, familias liberales y conservadoras, los más apestosos y pestilentes sobrados del conflicto:
pasiones tristes como el ciego rencor, la rabia y la inquina, que hoy sobreviven, desafortunadamente.

Lolita, tres años menor que nuestra abuela, no sabía nada de eso. Sólo que era una indígena quilliacinga en busca de trabajo y, por eso, se presentó en su casa para trabajar en la cocina. Fue entonces cuando, sin saberlo, comenzó a
escribir la historia de su vida.
La casa de los abuelos quedaba y al lado de una iglesia neogótica que nuestro abuelo Clodomiro ayudó a construir y al frente al plaza principal, entonces en construcción, del municipio cafetero de Sandoná, con una milenaria historia indígena y cuyo nombre en quechua significa "flor de la montaña lejana" y que, por años, fue el lugar de veraneo de las familias más pudientes de Pasto, la capital del departamento colombiano de Nariño.
Lolita, tampoco sabía nada sobre eso cuando apareció al frente de la casa de nuestros jóvenes abuelos, sin hablar ni gota de español y golpeando su pecho mientras anunciaba: "quillacinga", "quillacinga".

-¿Quilla...que? ...Nadie entendió y, por eso y porque se quejaba mucho la bautizaron de Dolores. Si nuestros jóvenes abuelos hubieran sabido que el nombre quillacinga identificaba a una milenaria tribu indígena, descendiente de los incas y que en Quechua significaba "nariz de luna", a lo mejor, la habrían bautizado como Luna. Pero, el desconocimiento de las culturas, los derechos y la historia de nuestros pueblos indígenas imperaba en la Colombia de 1914. Los quillacinga, un pueblo indígena originario de Pasto, Sandoná, La Florida, Chachaguí, Consacá y otros municipios nariñenses, empezaron a ser exterminados desde la conquista española en el 1500 y pocos de ellos sobrevivían en la pobreza cuando Lolita salió en busca de trabajo.

Ella llegó descalza y semidesnuda. Cuentan que traía puesta una especie de falda artesanal que le tapaba de la cintura a las rodillas y que
lucía una vieja y raída camiseta de algodón que le quedaba enorme pero que le cubría el torso y que alguien debió de regalarle. También dicen que Lolita, esa inocente y vivaz niña indígena de 11 años, llevaba terciada una mochila donde cargaba: un pedazo de pan duro, un
banano, un amasijo de maíz, envuelto en una hoja, una totuma, medio metro de amarillenta tela blanca y una bola de jabón de tierra. Era todo lo que poseía y "era suficiente", como ella nos dijo muchas veces.

Lolita aprendió rápido palabras como caliente y frío, que reemplazaron expresiones quechuas como achuchucas y achichay; se sometió al nuevo
nombre que le dieron y aceptó todos los cambios: las nuevas las leyes, las creencias religiosas, el idioma y las órdenes de su nueva tribu, como si
fuera el más experto de los camaleones, que cambia de color según su entorno.

Durante los más de 80 años que vivió en nuestra familia, jamás habló de su tribu ni de sus parientes quillacingas pero trajo el equipaje emocional que recibió de ellos al nacer y las escasas pertenencias que le regaló el destino. Sin embargo, sin saberlo, ella fue el silencioso y milenario eco vivo de sus antepasados en la vida que le correspondió lucir a nuestro lado. Hablaba con los espíritus, las plantas, los animales, el sol, la luna, las
Estrellas y, sobre todo, con la madre tierra, a la que saludaba, con los pies descalzos tres veces al día. Oraba por todo y por todos y le agradecía al
universo por la lluvia, el sol, los alimentos, por su nueva tribu y por muchas otras cosas más.

Mi abuela decía que era como una niña vieja porque trabajaba como hormiga y la acompañaba a todo sin chistar. También, que, desde que le puso el primer plato de comida sobre la mesa, junto a todos los demás, Lolita se convirtió en la mejor, más fiel, leal y dedicada de todas sus amigas. Hasta entonces, ella comía en el suelo, como un animalito.

En sus 98 años de existencia jamás dejó de ser analfabeta pero siempre habló con gran sabiduría. De adulta nos decía que era inmune a la soledad y a todos los olvidos porque la naturaleza fue la compañera de su vida y porque el firmamento iluminó su espíritu y pudo ver, hablar y aprender de los espíritus de sus antepasados en sus solitarias noches en la selva. También, que aprendió que la vida la construimos a partir de nuestras
acciones, decisiones y fracasos y que siempre es un regalo inmenso, el mejor de todos, de los que Dios concede a diario.

Lolita, además, nos contaba que hablaba con los espíritus que deambulaban entonces por las salas y dormitorios de la enorme casa de 25 cuartos en donde residían los jóvenes abuelos y que en esa, como en las otras casas donde residieron, pudo ver el alma errante de nuestro bisabuelo Pastor, que vagaba sin zapatos, con ropa muy raída y ojos suplicantes, intentando pedirle perdón a nuestra abuela por haberla desheredado y quitado la palabra de por vida por haberse casado con un rojo liberal como el abuelo Clodomiro.

Para Lolita, un padre no podía haber hecho con su hija lo que él hizo nuestro bisabuelo y, por eso, nos aseguraba que su espíritu pagaba una condena hasta que encontrara el de nuestra abuela, le pidiera perdón y pudiera descansar en
paz.

Nuestra abuela Pastora, que nació el 23 abril de 1900, y se casó con el abuelo Clodomiro cuando aún apestaban los muertos de la Guerra de los mil días, como ya se dijo, se enamoró sin frenos de lo entonces prohibido. Por eso, cuando el amor iluminó sus vidas, los dos sabían que estaban
condenados a pagarlo. Era un pecado de sangre que la hija de una familia conservadora, como la de ella, se enamorara entonces del hijo de una liberal, como nuestro abuelo Clodomiro.

Por eso, ellos ocultaron su amor bajo todas las llaves sociales que encontraron en la época y lo alimentaron tocándose la punta de los dedos de
una mano en la pila del agua bendita de la única iglesia que existía en el pueblo, después de la misa dominical de las 6 de la mañana durante dos
eternos años. El bisabuelo Pastor, padre de la abuela, era un católico a rajatabla y un poderoso y orgulloso conservador latifundista y, por eso, la ira y el odio lo cegaron cuando nuestra abuela, cansada de su amor secreto y clandestino, decidió escapar con nuestro abuelo, descolgándose desde una ventana del segundo piso de la casa de la hacienda.

El bisabuelo armó entonces a más de 20 hombres para perseguir a nuestro abuelo y rescatar el honor de la familia, mancillado por la hija en fuga pero, el abuelo Clodomiro cuidó de todos y cada uno de sus pasos: dejó a la abuela en un convento mientras buscaba a un cura liberal que los casara y, lo encontró.

Cuando llegó el bisabuelo, amenazando con matar a todo el mundo, el cura liberal le dijo: "No hay nada que hacer. Lo lamento, Dios ya los
bendijo". Como católico ferviente, el bisabuelo Pastor se mordió la lengua y se tragó el veneno que corría por sus venas. No podía hacer nada en contra de la voluntad de Dios. Destrozado, rabioso y resentido, regresó a su hacienda y no importaron lágrimas ni súplicas de todos. De un plumazo desheredó a la abuela y con una decisión de hierro le dejó hablar. En su lecho de muerte nuestra abuela suplicaba: "papacito hábleme, por favor,
no se vaya así" pero el bisabuelo fue sepultado en su silencio.
Lolita conocía bien toda esa historia porque estuvo con la abuela cuando el bisabuelo agonizaba y porque la ayudó después de que murió. La hizo caminar descalza para que la madre tierra le inyectara su energía, la obligó a tomar baños de sol, de luna y de lluvia para que la naturaleza la limpiara y en su alma florecieran nuevos y buenos sentimientos. La abuela Pastora le agradeció toda la vida al reconocer que Lolita "me enseñó a perdonar".

Mis seis hermanos y yo crecimos convencidos de que Lolita era como una especie de adivina preñada por la magia porque hasta podría hacer
milagros y tener un hijo en un repollo. Sí, ¡un hijo en un repollo! Ese fue el secreto a gritos que guardamos durante toda nuestra infancia y que
le contábamos a todos los amigos, quienes juraban, por lo más querido, que no lo revelarían jamás. a nadie.

"¡Uyuyuyuyy! ¡Un hijo en un repollo! ¡En un repollo!" repetían entre susurros, antes de encogerse de la risa y taparse su boca con sus manos.
En la época no sabíamos cómo se tenía un bebé pero, muchas veces, imaginamos a Lolita sentada en un repollo, como una gallina cuando pone un
huevo.

En nuestra casa nunca se comentó sobre cómo nació Antonio, el hijo de Lolita y, por respeto, jamás le preguntamos. Ella tampoco habló sobre el asunto y yo solo me enteré de la verdad cuando le festejamos sus 94 años y ella quiso hablar sobre el asunto, después de tomarse tres copas de champaña, con azúcar, ¡claro! porque detestaba las burbujas.

Ese día le pregunté si era verdad que había tenido su hijo en un repollo y ella me miró profundamente, se recostó en mi pecho y guardó silencio unos minutos, como si rumiara las palabras que iba a pronunciar...Suspiró tan hondo como pudo y, con los ojos inundados por las lágrimas, sacó
un pañuelo y comenzó a contar su historia: "la verdad de mi vida que no le conté jamás a nadie", aseguró.

Sin desprender su cara de mi pecho y dejando escapar, de cuando en cuando, un gemido, un sollozo o alguna palabra contra "aquel demonio", que se agazapó, hirió y nubló su vida por 80 años, Lolita recordó:..."llevaba trabajando un año en la casa de su abuela, ya había menstruado y cumplido 12 años cuando me mandaron al huerto, que quedaba cerca a la quebrada, a traer unos repollos...Estaba contenta ese día. Hacía mucho calor pero el viento lo refrescaba todo. El cielo estaba muy azul, sin ninguna nube blanca. Antes de llegar al huerto me encontré con el padre Cícero, que acababa de bañarse en la quebrada. Fue simpático conmigo, acarició mi cabeza, sonrió y sacó de su sotana un sol gigante y colorado".

- ¿Conoce la colombina (chupeta) niña Lolita?, me preguntó.
- No señor, no sé lo que es, le respondí.
-Venga mijita, acérquese, no tenga miedo, quítele el papel, saque su lengua y pruebe.

Lolita no pudo continuar con su relato...la voz se le quebró y lloró de nuevo. Las palabras parecían enredarse entre sus dientes, se dobló hacia adelante como vencida por un gran dolor. Empezó a respirar, entrecortado y, entre sollozos y gemidos, entendí una frase corta que repetía y repetía: "no sé cómo pasó", "no sé cómo pasó".

Después de retirarle el papel a ese sol gigantesco y colorado, Lolita lo comenzó a lamer, lo lamió y lo volvió a lamer innumerables veces y con tan
ciega pasión que se olvidó del mundo y, cuando se dio cuenta, el cura estaba encima de ella y un gran dolor entre sus piernas le hirió la vida, por la primera vez.

Recuerda que el cura gemía, la lamía, la arañaba, que ella casi no podía respirar y se sentía atrapada por el peso de su enorme cuerpo. Cuando el tipo se desplomó a su lado, ella salió corriendo con la ropa hecha pedazos y el cuerpo húmedo, lleno de rasguños y muchos moretones. Sangraba mucho y "me dolía hasta el alma", musitó entre sollozos.

No le contó a nadie sobre lo que le había pasado, sepultó momentáneamente el recuerdo de ese día pero empezó a comer y a dormir más de la cuenta. Meses después se dio cuenta que estaba embarazada y que "aquel demonio", " me había sacrificado!", en sus palabras. Cuando llegó el momento, supo lo que tenía que hacer. Se fue al huerto, extendió su pañolón y el faldón de lana de colores junto a la quebrada y parió sola a su hijo, en el mismo lugar donde el cura la violó.
Lolita no supo explicar si lo hizo por rabia, por venganza, por resentimiento o por intentar recuperar lo que le habían robado pero confesó que sentía ira y mucha humillación.

Con sus dientes cortó el cordón umbilical y le dio a Antonio el primer baño en la quebrada, junto a la siembra de repollos. Después, lo amamantó, lo envolvió en el faldón de lana y lo aseguro con el pañolón, como un tamal de choclo. Un muchacho agazapado detrás de unos arbustos empezó a gritar: "Lolita tuvo un hijo en un repollo", "Lolita tuvo un hijo en un repollo", "Lolita tuvo un hijo en un repollo". La recién parida madre se asustó. Rápidamente, recogió todas sus cosas y salió corriendo como perseguida.

Al llegar a la casa, fue a ver a los abuelos con Antonio. Ellos no preguntaron absolutamente nada y lo acogieron como si siempre hubiera estado allí.
Antonio creció convencido de que su padre había muerto en una guerra antes de que él naciera y nunca preguntó ni quiso saber nada de él. Lolita no denunció al cura porque, en la época, una mujer que no era virgen era despreciada y apartada y porque le aconsejaron que si lo hacía cometería
un pecado contra Dios y un sacrilegio contra la Santa Iglesia, en quienes ella ya creía.

Además, pensaba: "¿quién le va a creer a una india analfabeta, a la sirvienta de una casa de familia? " Tuvo entonces mucho miedo de ser menospreciada, repudiada, maltratada, de perder su empleo y, por eso, se calló, como muchas otras niñas indígenas de su generación. Con el tiempo se enteró que Antonio tenía varios hermanos y hermanas entre las campesinas de su edad, que también habían corrido con su misma suerte
que ella, y me contó que, durante muchos años, nadie hizo nada contra el cura, aunque todos lo odiaban en silencio.

Dos años después de que Antonio cumpliera los 21 años, se casara y se fuera a vivir a otra casa, le contaron a Lolita que un campesino, padre de una niña de 9 años, que descubrió al cura Cícero abusando de su hija, lo mató a machetazos, le cortó los genitales, se los tiró a los perros y que nadie quiso recoger sus restos ni mucho menos enterrarlos pero que les rociaron gasolina y les prendieron fuego para evitar malos olores.

Lolita se sumergió de nuevo en un silencio prolongado. Lloramos juntas y nos abrazamos con tanta fuerza como si nos despidiéramos. Me dolía su historia como si fuera mía y estaba tan indignada y dolida como ella. Me abrazó con fuerza, sin despegar su cara de mi pecho.

No sé cómo Lolita superó tanto dolor. Pienso que la salvó su sabiduría quillacinga. Me dijo que se tranquilizó porque entendió que vivió lo que tenía
que vivir. Que aprendió lo que tenía que aprender, y que en su vida pasó lo que estaba escrito. Que cumplió con su destino como cada uno de nosotros cumple con el suyo, que aprendió que el universo es sabio pues el tiempo destila todos los dolores, saca a la luz todas las verdades y que, al final, Dios siempre aplica su justicia.

Al día siguiente de su confesión, Lolita se levantó alegre, la ayudé a bañar, la perfumé con loción "arrurú" para bebé, que le gustaba mucho, le peiné su larga trenza aun negra, con algunos hilos blancos, y se estrenó un vestido de colores fuertes y unas candongas tropicales que yo le había traído de Brasil. Como todos los días, barrió toda la casa y me bendijo, como era su costumbre porque "yo a busté la quiero mucho", me decía. Al mediodía, se sentó a almorzar sobre el pasto del jardín, estuvo hablando con los pájaros, con las plantas y escuchando con los pies descalzos los
mensajes de la madre tierra.

Después, se quedó dormida para siempre. Un derrame fulminante nos arrebató su cuerpo sin ningún anuncio pero ella, Lolita, mi abuelita quillacinga, como la asumí, seguirá viva hasta que nuestros espíritus se vuelvan a abrazar y no vuelva a extrañarla nunca más. 

** Gloria Helena Rey es uma premiada jornalista colombiana. Ex corresponsal de la agencia AP y redactora especial del diario El Tiempo de Bogotá
* Imagem - Angela, pintura de German Aracil 


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